Nadie cree que sus planes de futuro saldrán más o menos bien. Todos creemos que vamos a ser felices con lo que hemos decidido ser. Y desde el día en el que elegimos lo que queremos ser, desde el momento en el que rechazamos el resto de nuestras oportunidades, nos llenamos de esperanza. Esperanza de los sitios que conoceremos, del dinero que tendremos, de las personas con las que trataremos o incluso de las personas que engendremos. La gente a la que ayudaremos, lo que sentiremos y lo que no … Grandes esperanzas de quiénes seremos y dónde acabaremos.
Dicen que poco a poco las personas vamos creciendo. Mentira, yo creo que ser adulto te llega como una cachetada inesperada. Ya no puedes conformarte con soñar en quien serás, ahora tienes que esforzarte por serlo. Es aquí donde la cosa se complica, porque es aquí cuando empezamos a sentirnos engañados al no encontrarnos con lo que nuestras esperanzas nos habían prometido.
Pero a veces nuestras esperanzas nos subestiman. A veces lo esperado se queda en nada en comparación con lo inesperado. Tendemos a pensar que todo lo que no hayamos planeado es malo para nosotros. ¡Como si pensásemos en todo cada vez que planeamos algo! Tendemos a aferrarnos en nuestros planes, a dejar que lo que nos mantenga firmes sea lo que esperábamos en un principio. Crecemos, y al hacerlo, vemos y vivimos cosas que antes no sabíamos. No puedes planear algo cuando aún no le ha llegado su hora. Debes vivir el momento, y no vivir lo planeado.
Pero eso es utópico, porque no hay momento sin plan. No podemos empezar algo sin tener ningún tipo de plan. Aunque probablemente acabes haciendo todo lo contrario a lo que pensabas hacer, necesitas empezar con una idea para acabar en otra.
Lo esperado solamente es el comienzo; lo inesperado es lo que cambia nuestras vidas.
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